P. El profesorado es el primer factor de calidad de la educación. ¿Está de acuerdo con este juicio? ¿Por qué?
R. Totalmente de acuerdo. Nuestros modelos de organización escolar colocan al profesorado en una posición central como diseñadores, organizadores, prestatarios, y también facilitadores del aprendizaje. La calidad del aprendizaje depende, por consiguiente, de la calidad de las competencias profesionales del profesorado.
P. Aparte del factor humano, ¿cuáles son, a su parecer, los otros indicadores básicos de la calidad de la educación?
R. Hay dos maneras de verlo. Por un lado, se puede decir que la calidad del aprendizaje depende de todo aquello que tiene que ver los recursos que se emplean en los distintos procesos pedagógicos y con las condiciones en que se desarrollan; por ejemplo, el número de alumnos por aula, el clima de aula, la calidad de los libros de texto o los recursos digitales que se utilizan. Por otro lado, la verdadera medida de la calidad de la educación la dan, lógicamente, los resultados. Por desgracia, en parte por razones técnicas y también por su valor económico, sólo estamos en condiciones de medir algunos de esos resultados, en particular los relacionados con el aprendizaje de las competencias matemáticas o lingüísticas y quizás lo más importante en la vida se nos escapa. Pero cada vez avanzamos más hacia una evaluación comprensiva de todos los elementos que llevan a formar lo que comúnmente entendemos por una persona educada.
P. Usted defiende que el profesorado actual está más y mejor preparado que el de cualquier etapa anterior de nuestra historia. Sin embargo, hay una queja generalizada del colectivo por el desapego y escaso respeto que su labor despierta en la sociedad. ¿A qué cree que se debe?
R. Son muchas las razones que explican. La más paradójica es que a medida que el nivel educativo de la población ha ido aumentando, aquí como todo mundo, la opinión pública ha participado más y más en los debates acerca de lo que se espera de la escuela, pero, desafortunadamente, se olvida con demasiada frecuencia que, junto a las opiniones, existe también un cuerpo de conocimientos científicos y profesionales que sólo él profesorado tiene. Los sistemas educativos más avanzados han conseguido separar los debates públicos acerca de educación de la cuestión del reconocimiento profesional y social de la profesión docente porque también los docentes han sabido expresar su voz de forma relevante.
Francesc Pedró, durante la entrevista.
P. Una de las reformas que considera más necesarias es aquella que conduzca al establecimiento de una carrera docente. ¿Podría explicarnos en qué consistiría esa reforma? ¿Cuáles serían sus líneas maestras?
R. Muchos de los elementos de esta carrera docente ya han sido esbozados en distintas ocasiones y afectan a todos los componentes de la profesionalidad docente, desde la formación inicial hasta la configuración de las remuneraciones. Quizás el elemento más importante en esta discusión sea la necesidad de reconocer, formalmente, distintos niveles de desempeño profesional. Esto exige, por una parte, la existencia de mecanismos de evaluación que, lógicamente, han de ser colegiales y profesionales; y, por otra parte, de unos jalones que garanticen que los distintos niveles de desempeño son reconocidos con distintos grados en la carrera docente. Esto es algo que muchos sistemas escolares ya tienen y que aquí se da también en la carrera docente universitaria.
P. ¿Qué importancia otorga a la formación – inicial y permanente – del profesorado? ¿Cree que es adecuada en el presente? ¿Cuáles deberían ser las bases de esos dos ámbitos formativos?
R. La formación del profesorado no sólo es un proceso de adquisición de competencias profesionales; es, por encima de todo, un proceso de configuración de la propia identidad profesional. Por esta razón, es crucial. En todo el mundo parece existir una cierta crisis de los modelos de formación inicial y permanente del profesorado. De nuevo se da una paradoja: como progresivamente la formación inicial de los docentes ha quedado en manos de la universidad se ha producido con el tiempo una cierta desprofesionalización de la formación en aras de una mayor presencia de los contenidos académicos. Pero no es lo mismo estudiar las teorías pedagógicas que desarrollar competencias profesionales docentes. Ante la constatación de un equilibrio inapropiado entre formación teórica y desarrollo de competencias, son muchos los países y las universidades que están rediseñando la formación inicial para conseguir que las oportunidades de desarrollo de las competencias profesionales en contextos reales, de aula, aumenten bajo la supervisión de docentes experimentados y cualificados como tutores expertos. También, en este mismo sentido, se explica el atractivo que los principios de los procesos de formación clínica tienen para el desarrollo profesional de los docentes, puesto que facilitan una inmersión real del aprendiz docente bajo la tutela de un experto docente. Por último, también la formación permanente está sujeta a revisión. Muchos países están haciendo todo lo posible para que esta formación tenga lugar en la propia aula en la que trabaja el docente o, por lo menos, que se desarrolle en el propio centro escolar en lugar de llevar los docentes a centros especializados de formación alejados de la práctica y del contexto cotidianos de los profesores.
P. Para que haya innovación educativa, debe garantizarse la autonomía pedagógica, organizativa y de gestión de los centros. ¿Está de acuerdo? ¿Preserva esa garantía la legislación actual? ¿Cómo podríamos avanzar en este campo?
R. El principio de la autonomía escolar está más que reconocido internacionalmente por sus notables efectos sobre la calidad del aprendizaje. Pero solo las sociedades que realmente tienen confianza en sus docentes han sido capaces de llevarla a sus últimas consecuencias. En definitiva, se trata de reducir al mínimo la regulación sobre los procesos pedagógicos, dando así una mayor autonomía a los centros y al profesorado, al mismo tiempo que se aumenta la presión evaluadora sobre los resultados de los aprendizajes y se ofrecen mecanismos apropiados de apoyo a la mejora de la calidad educativa a escala de centro. En este contexto, cada vez cobra más valor la idea de que las direcciones de los centros deben prestar mayor atención a su capacidad de desarrollar un liderazgo pedagógico que contribuya al desarrollo profesional docente de todos los miembros del equipo escolar.
Francesc Pedró junto a Mariano Jabonero, director de la Fundación Santillana Educación.
P. Es una idea comúnmente aceptada que la educación es un cometido colectivo. Sin embargo, ¿piensa que todos los miembros de la comunidad educativa tienen claro su papel? ¿Qué se puede hacer para mejorar la coordinación y la cohesión entre los distintos agentes educativos?
R. Una de las evidencias más claras de la investigación internacional sobre educación es que aquellos centros que cuentan con mecanismos de colaboración bien establecidos con las familias consiguen generar un mejor clima de aprendizaje, una mayor consistencia en los aprendizajes en el aula y en el hogar y, en definitiva, mejores resultados. Para que esta colaboración sea fructífera es preciso que las familias estén realmente convencidas de que su participación en determinadas actividades puede hacer una diferencia en la educación de sus hijos. Sentarse durante dos horas a escuchar charlas pedagógicas no parece ser el mecanismo más apropiado para que las familias encuentran oportunidades de intervención relevante y, por esta razón, es preciso sacar mayor partido de las oportunidades de reflexión sobre la relevancia de la contribución de las familias en los consejos escolares.
P. ¿Tienen las nuevas tecnologías el papel que les corresponde en la educación actual? ¿Cómo ve a nuestro país en ese aspecto? ¿Cuáles son las medidas que habría que adoptar con mayor urgencia en ese campo?
R. Se podría decir que las inversiones que tanto las administraciones como las propias familias han realizado han conseguido cambiar completamente las oportunidades de acceso a las tecnologías y de conectividad. En los últimos veinte años los países más avanzados han conseguido que la tecnología, de una forma u otra, esté presente en el entorno escolar. Pero no se puede decir todavía que las inversiones realizadas hayan sido fructíferas en todos los casos. De hecho, la mera presencia de tecnología en las aulas no es garantía de mejor calidad. Es una ventana de oportunidad que los docentes sólo pueden aprovechar si se dan dos condiciones: La primera es que cuenten con las competencias profesionales apropiadas para el uso pedagógico de las tecnologías, algo que no es tan frecuente como parece. La segunda es que las condiciones en las que trabajan los docentes les permitan aprovechar esta oportunidad de forma relevante. En definitiva, existe el convencimiento generalizado de que solo una transformación radical del modelo actual de educación escolar, y de profesionalización docente, permitiría sacar partido de la ventana de oportunidad para la mejora de la educación que la tecnología representa.