Cuando, al menos en nuestro país, se utiliza el calificativo de moderno, se suele estar haciendo referencia a un ámbito semántico que gira en torno al concepto de novedad, y puede abarcar desde una tendencia de moda, hasta la simple extravagancia. En los casos más certeros, se está aludiendo a composiciones propias de una modernidad terminal -a las que vamos a denominar ultramodernas-, que agotan los objetivos del movimiento moderno y, en virtud de ese agotamiento, acaban trascendidas por corrientes postmodernas. No serían modernas en el sentido de últimas o nuevas, puesto que hace décadas que la postmodernidad constituye el referente cultural de nuestro tiempo, pero pasan como tales, cuando una tipificación adecuada debería relegarlas a la categoría de epígonos.
Dentro de esta confusión, no es de extrañar que el teatro de Buero Vallejo haya sido adjetivado muchas veces con términos equivalentes a clásico o tradicional, queriéndose indicar con ello que, aunque bien construido, seguía reglas en las que tenían poca cabida la experimentación formal o la ruptura de los modelos implantados por dramaturgos anteriores, por mucho que estos fueran de la talla de Ibsen. Muy al contrario, el teatro de Buero Vallejo responde a su presente, que es el de la modernidad plena, e integrado por completo en su época, persigue y logra objetivos estéticos que no son otros sino los propios del reto que el movimiento moderno quiere afrontar y suponen experimentación, ruptura e indagación sobre la naturaleza de la disciplina, hasta llevarla a sus límites.
Para comprender todo esto, que es tanto como entender la obra de Buero como un ejemplo avanzado de la modernidad en el teatro, hay primero que aclarar en qué consistió esta prolongada, apasionante y fructífera aventura cultural, y en definitiva, establecer cierta precisión terminológica que nos aleje de las asociaciones vulgares que la palabra lleva implícita. En inglés, la lengua original de los principales estudios interpretativos sobre modernidad y postmodernidad, se utiliza modernity, en tanto que época, y modernism para referirse al movimiento intelectual y artístico que, iniciado a finales del XIX y principios del XX, subvierte los conceptos tradicionales que regían la producción cultural de occidente y se prolonga durante la mayor parte de este último siglo. Puesto que la traducción de modernism sería modernismo, pero como tal conocemos una corriente artística española que recibe otras denominaciones nacionales (art nouveau, sezession, liberty, etc.), utilizaremos en su lugar el término movimiento moderno. Este término procede de la arquitectura, lo que no lo hace menos pertinente, porque es esta disciplina la que inaugura muchos de los postulados en que se reconocen tanto la modernidad, como la postmodernidad.
Dado que podemos considerar al movimiento moderno como un impulso que ha cubierto su propósito y dejado paso a un nuevo paradigma, resulta más adecuado analizarlo en comparación con la postmodernidad que le sucede.
Modernidad y postmodernidad.
Hay que retrotraerse al Renacimiento para localizar los sustratos más profundos que cimentan la modernidad. Según Argan, el antropocentrismo renacentista inicia un camino en el que el arte va paulatinamente abandonando los grandes ideales religiosos o morales, y busca fines puramente estéticos. Es un camino autorreferencial en el que se interroga sobre su razón de ser y va en paralelo a la conciencia de sí mismo adquirida por el ser humano: así como el hombre abandona la revelación como fuente de conocimiento, el arte deja atrás la representación de los ideales como objeto. Esta autonomía implica tratar de comprender al arte en sí, pero también discernir su función histórica, social y política, y se puede explicar la modernidad como una grandiosa indagación sobre la naturaleza de las expresiones artísticas en su multiplicidad de aspectos. El arte investiga y experimenta, y a través de sucesivas fracturas, rastrea su naturaleza esencial.
Frente al academicismo de los salones burgueses, las vanguardias rompen con las temáticas dominantes para reflejar un mundo en transformación, y con las convenciones para encontrar otras formas de expresividad. Se inquiere acerca de los componentes de lo artístico, de las razones que transforman una obra en objeto estético, hasta dejar atrás la cualidad del arte como medio de representación, descomponer la figura en sus constituyentes, y doblegar la forma llevándola a la abstracción. En ese momento, la obra de arte “representa lo que es y es esa representación” (Levin, 212), abandona las mediaciones y se manifiesta tal cual, como arte en estado puro que suprime todo lo que no sea imprescindible para que las fuentes de significación puedan salir a la luz. Al final del recorrido se encuentra la deconstrucción, que impugna la propia idea de obra, situando en primer plano lo que antes funcionaba como elemento de un constructo. El arte conceptual marca el límite, planteando una obra de arte sin obra, que queda asimilada a la mera intención expresiva, al propósito, al concepto.
Aunque muchos estudiosos ya consideran la deconstrucción como ejemplo de postmodernidad, entendemos que los principios que llevan a la desaparición de la obra son modernos, aunque sus resultados se nos presenten como algo tan insólito que parezca que nos encontramos en una nueva etapa. Consideraríamos a este final de la modernidad como ultramodernidad y a sus productos culturales como ultramodernos, puesto que la lógica moderna se aplica en su máximo grado (hiper) y, como modernidad última, apunta hacia un más allá. Para discernir esta fase de transición, y poder establecer cuándo nos hallamos todavía dentro de lo moderno o se ha cruzado claramente la frontera de lo postmoderno, utilizaremos el recuento de D. M. Levin sobre la evolución de un arte escénico como la danza. Según Levin, Merce Cunningham (1919-2009), George Balanchine (1904-1983), Yvonne Rainer (1934), Trisha Brown (1936) o Steve Patxon (1939), entre otros, intentan responder a la cuestión primordial: ¿Qué es la danza?, y, en pos de la respuesta, sus coreografías se presentan como una descomposición de elementos sintácticos básicos: postura, paso, desplazamiento, gesto, giro…, que evita no sólo la figuración narrativa o simbólica, sino cualquier ilusión estética, incluyendo la derivada de las facultades del bailarín. Proponen una deconstrucción que capte “el nacimiento del significado: la existencia de significado ya inmanente en la mera presencia de un cuerpo que se mueve” (Levin, 218). El problema es que, sobre esta base, y tanto en la danza como en otras disciplinas, la eliminación de rasgos semánticos a favor de un máximo de depuración y estilización conceptual, rebasa el nivel en el que el arte deja de representar significados para conducirlo a un ámbito en el que deja de poseer sentido. Persiguiendo la esencia última de lo artístico, el núcleo de su manifestación, lo que se encuentra es la nada. Descompuesta la obra de arte, y hecha desaparecer, también desaparece el arte mismo que, cuando no se presenta en forma de obra (es decir, construcción), por simplificada que resulte, deja de ser creación y, por tanto, no es distinguible de la cosa: todo es arte y nada lo es.
Este arte ultramoderno, aparentemente en las antípodas del arte académico del XIX, nos sitúa ante la paradoja de la instauración de una nueva Academia, con los mismos rasgos negativos que las academias históricas. Cuando la modernidad alcanza su límite, el arte queda de nuevo desligado de la vida, la creación deriva hacia una re-creación que sólo se mira a sí misma, y se pierde la conexión con la sociedad a la que debería ir dirigido. Queda un arte elitista de círculos profesionales que para Portoghesi, refiriéndose especialmente al funcionalismo arquitectónico, configura una especie de totalitarismo en el que los patrones artísticos se imponen desde arriba, sin diálogo con el público. Este dogmatismo ultramoderno desvaloriza otro tipo de productos culturales, incluso los de la modernidad plena, considerándolos o bien como algo antiguo, o bien como no moderno, no verdaderamente moderno, o no a la última. Como reacción tanto al dogmatismo de la ultramodernidad, como al cese de las posibilidades de evolución artística a que ésta da lugar, se produce un cambio de valores que cristaliza en la estética postmoderna. Para Crook, Pakulski y Waters, la postmodernización surge de una ampliación del proceso de modernización hasta niveles tan extremos que acaba desnaturalizándose, entrando en contradicción dialéctica con los productos que genera. Cuando la modernización llega a sus últimas consecuencias, se da la vuelta y comienza a producir estructuras opuestas a sus principios, que fuerzan un salto dialéctico.
Klotz considera que el principal rasgo del postmodernismo consiste en la reintroducción de catálogos formales que supongan el abandono de la abstracción a favor de la objetivación figurativa. Siguiendo con nuestro ejemplo de la danza, esto llevaría a recuperar el vestuario, la escenografía o la música como medio de trasmisión de metáforas y símbolos, pero no por un ciego volver a parámetros clásicos, sino enfrentándose dialécticamente a la estética ultramoderna en una crítica que aprovecha la deconstrucción para una reconstrucción libre de convenciones históricas o sociales. Sería un retorno a lo figurativo que utiliza las claves sintácticas reveladas por la reducción formal y el potencial de recursos ofrecido por la experimentación: “La presencia de significado después y a la luz del cuestionamiento moderno es enteramente diferente de su presencia antes, cuando la significación venía dada y funcionaba, por tanto, dogmáticamente” (Levin, 218). Puesto que esta libertad entraña una semántica descondicionada en la que los significados operan como referencias sin anclajes, la figuración postmoderna estaría trascendiendo la diferencia significado-no significado, “la lógica binaria aceptada y perpetuada por la estética moderna” (Levin, 221). Serian significados que contienen la negación ultramoderna del significado, y, por eso, la creatividad postmoderna queda tan ligada a la paradoja, la ironía, el pastiche y lo kitsch. Sin embargo, la reconfiguración postmoderna haría posible que obras modernas anteriores a la destrucción de la forma, al no haber abandonado la figuración, recuperen una vigencia relacionada más con lo que aporten al presente, que con los fundamentos de su creación pasada. Al trascenderla dialécticamente, la postmodernidad lleva en su seno la modernidad y apunta hacia un futuro conglomerado cultural de síntesis, ya que recuperando tanto lo figurativo, como el diálogo entre arte y sociedad, hace posible que el público seleccione aquellas producciones modernas que sientan relevantes.
Esta idea de un conglomerado de síntesis en la que tendrían cabida los productos modernos que no coincidieran con los postulados extremos de la ultramodernidad, vendría refrendada por la división que hace Rosenau entre postmodernos escépticos y postmodernos afirmativos. Los primeros responderían a la etapa de transición entre modernidad y postmodernidad, en que se acusa la desintegración de la modernidad última y la desorientación de la postmodernidad primera, dominando la fragmentación, el relativismo, el sinsentido y la falta de criterio, y una desaparición de las jerarquías que iguala por la base cualquier manifestación (todo vale, o como hemos dicho antes, “todo es arte y nada lo es”). Los afirmativos implicarían una reacción, que ya sería plenamente postmoderna, frente a esta especie de nihilismo del saber, en aras de una renovada afirmación del conocimiento. Procurarían una práctica descondicionada y no dogmática, sin apriorismos ideológicos o estéticos, de naturaleza tentativa pero dentro de una jerarquía de valores.
El escepticismo postmoderno establecería la muerte del autor como sujeto creador que, gracias a su talento, articula una narrativa capaz de dejar huella, y en el terreno del pensamiento, rechazan las certidumbres teóricas y los fundamentos epistemológicos: sólo existen discursos entre los que no se puede establecer una mayor o menor validez, ni distinguir un principio de veracidad. El sujeto del discurso sería una ficción, pues nos encontraríamos ante un conjunto de relaciones estructurales que no resultan de la acción de un narrador o creador, sino constituyen una mera variante de entre las posibles que deja al autor como una posición del lenguaje dentro de un sistema esencialmente arbitrario que impide tanto la representación, como la explicación.
Por contra, el postmodernismo afirmativo parte de la base de que lo anterior sólo produce un caos estéril y resucitan la figura del autor como intérprete postmoderno, que presenta su verdad relativa o expone la verdad de una comunidad específica, ofreciendo pautas de cuya comprensión participan otros sujetos y comunidades. Como la historia de la ciencia ha demostrado con claridad, las teorías no son ni absolutas ni asépticas, pero configuran una verdad en términos de su propio discurso. Este sería tanto más acertado cuanto menos general pretenda ser y más relacionado con la experiencia se encuentre. La verdad existe, pero varía en el tiempo y el espacio: es una verdad concreta contextualizada histórica y geográficamente. En esta verdad, el sujeto juega un papel en cuanto persona que no por carecer de una facultad interpretativa absoluta, deja de poseer capacidad de incidencia, y adquiere sentido volver a la representación y sus derivados (descripción, explicación y teorización) como una evocación liberada de la necesidad de hechos, objetos, experimentos y teoría. La intertextualidad resultaría, entonces, el camino hacia un holismo cuyo fin último fuera la elaboración de interpretaciones complejas.
La perspectiva cultural de la postmodernidad avanzada ha de ser inevitablemente afirmativa. Si lo ultramoderno supone la aplicación de los principios de la modernidad hasta que se niegan a sí mismos, no es posible quedarse en esa negatividad, pero tampoco dar marcha atrás: ninguna creación de hoy en día puede dejar de tener en cuenta la disolución de la modernidad que supone la modernidad última, ni retomar una tradición específica sin modificarla a la luz de esta disolución. Como todos los finales de grandes corrientes históricas, el del movimiento moderno se manifiesta en forma de crisis que, mientras dura, también supone un desafío. El desafío postmoderno consiste en ser capaz de proponer una reafirmación positiva del saber que deje atrás la disolución ultramoderna y complete con nuevos modos creativos los déficits de la modernidad. Las producciones científicas y culturales de la postmodernidad afirmativa apuntarían hacía una salida de esa crisis por medio de grandes síntesis que integren los aspectos positivos tanto del pensamiento blando, como del pensamiento duro, y nos sitúen frente a la posibilidad de un conocimiento superior en el que no haya formas u objetos ni necesarios ni excluidos, sino una multiplicidad de caminos que se auxilian mutuamente en la búsqueda de la verdad.
Buero Vallejo, autor moderno.
No pudiéndose considerar el teatro de Buero Vallejo como ultramoderno, puesto que no destruye la forma narrativa, es un claro exponente de la modernidad en la medida en que fuerza los límites del género y aplica una experimentación que desafía no sólo las convenciones, sino los propios condicionantes del hecho teatral mismo. Por otro lado, la trayectoria de Buero Vallejo es un buen ejemplo de algo tan moderno como la figura del autor, que replica, en el terreno de la creación artística, la del ciudadano libre y autónomo que se determina al margen de la cuna. La afirmación de los derechos individuales que trae la Revolución Francesa, conduce a un entendimiento por el que cualquiera podría ejercer un papel determinante en pro de la transformación social, desde el agente revolucionario, hasta la persona eminente cuyos descubrimientos e invenciones cambian el mundo. El ser humano puede tratar de tú a tú a la Historia y surgen las grandes narrativas que proponen una interpretación totalizadora (Darwin, Marx, Freud). El artista participa de la misma ambición e intenta establecer algún tipo de verdad estética, comprender el mundo que le rodea, aportar luz sobre la naturaleza del arte, el hombre y la vida, o incluso, ser un aliado de cambios que trasciendan lo meramente artístico. El autor moderno inventaría y descubriría en busca de un logro que repercuta en el desarrollo de su disciplina, mediante una voz propia orientada a la creación de una obra con peso social. Su aparición presupone la existencia de un mercado que le libere de la dádiva y el patronazgo con nombres y apellidos, y haga posible que ejerza su actividad profesionalmente en función de un público anónimo que representa a la sociedad en su conjunto. En nuestro país, el primer dramaturgo que logra emanciparse relativamente del favor (de la corona, del noble) es Lope de Vega, cuyo éxito, en una sociedad aristocrática pero con estructuras mercantiles incipientes, le permitirá empezar a vivir directamente de su trabajo creativo. Nuestros tiempos postmodernos, volátiles y con sistemas de producción cambiantes, han desdibujado esta figura del autor profesional. Buero Vallejo fue, probablemente, el último dramaturgo profesionalmente puro que ha dado nuestro teatro y, desde esta perspectiva, nuestro último dramaturgo moderno. Francisco Nieva destacaba esa condición en un artículo publicado poco después de la muerte de Buero:
En las letras dramáticas contemporáneas –pero no en la actualidad- existen parecidos ejemplos en Anouilth, en el propio Ionesco, pero Buero es de los últimos en un género muy específico de autor teatral, que tiende por completo a desaparecer. (…) En el mundo actual, un dramaturgo carece del apoyo social o mercantil necesario para realizar bajo especie teatral una obra que totalice su pensamiento y su estética, al modo que hubo de producirse en Scribe, Ibsen, Labiche, Shaw, Ghelderode, Benavente… (…) En este sentido parece ser el último clásico español, que ha hecho profusa y exclusivamente teatro desde su mesa de escritor, proveedor de una sociedad que lo siguió con plausible constancia hasta lo último. Su esfuerzo le costó, pero vivió en la tesitura de un escritor anterior y en una sociedad que ya no es la nuestra –por desgracia en muchos aspectos, podríamos decir- donde un autor con no pocos éxitos brillantes a sus espaldas no se puede ver a sí mismo como proyecto vocacional, único y exclusivo. (…) Exclusivo proveedor de teatro escrito ha sido Buero. Oficio que para él era institución. Buero ha sido esa figura de “el autor” que cada vez más echaremos de menos (…).
La irrupción de Historia de una escalera es considerada un hito que transformó el panorama teatral de postguerra. Frente a un teatro evasivo y amable, de comedias o melodramas de salón, o un historicismo de exaltación patriótica, aparece en escena un drama que muestra la realidad de las condiciones de vida de la calle. Junto a este realismo que cumpliría, por el lado de los contenidos, el propósito moderno de indagación y presentación de la verdad, Historia de una escalera también supone un alarde técnico, afrontando el reto de construir la historia en un lugar de paso, que rompe con los lugares de estancia habituales al desarrollo de la acción dramática. La experimentación con una escalera de vecindad como escenario único e inmutable sobre el que se vuelca el discurrir del tiempo, dota, por otra parte, de una extraordinaria carga simbólica a la escenografía misma, que, actuando como protagonista de la obra, marca el trasfondo semántico de todos los acontecimientos representados.
Estos tres aspectos: realismo, experimentación formal y simbolismo, que serían una constante en la obra posterior de Buero, resultan también los fundamentos del arte dramático de la modernidad, pudiéndose decir que Historia de una escalera se relaciona con el teatro español de postguerra de la misma manera en que lo hacen los inicios del teatro moderno respecto de la alta comedia decimonónica. El sentimiento de insatisfacción hacia el teatro burgués es el que, persiguiendo la realidad a través del realismo, hace que, en 1887, bajo la influencia de las teorías naturalistas de Taine y Zola, André Antoine funde el Théâtre Libre, que da origen a una renovación cuyo ejemplo se extiende a otras muchas salas experimentales de occidente y es considerada el pistoletazo de salida de la dramaturgia moderna, con la puesta en escena de, además del propio Zola, obras de Ibsen, Stringberg, Hauptmann, y otros dramaturgos de corte realista. Sin embargo, los autores románticos anteriores también tenían como propósito la creación de formas teatrales acordes a los nuevos tiempos e igualmente habría que considerarlos como parte de una modernidad enfrentada al clasicismo. Su ascendencia hace que el realismo moderno avance en la incorporación de contenidos relacionados con la subjetividad personal para producir un teatro simbólico, liderado por Maeterlinck y el último Ibsen, que oscila entre los abordajes más realistas de Stanislawsky y los más radicales de Meyerhold. De la mano del simbolismo, se abre la puerta hacia otros desarrollos: Stringberg pasa del naturalismo a un expresionismo que Wedekind acentúa en su intento por trasmitir estados pasionales. Siguiendo esta vía, el teatro moderno conecta con las vanguardias: surrealismo, dadaísmo, ultraísmo y otros ismos anti realistas buscan fórmulas susceptibles de trasmitir contenidos de conciencia, que, a su vez, sean coherentes con la manera en que esos contenidos son producidos por la psique. La subjetividad, la connotación de significados o la metáfora, conducen a una apertura en la que el teatro persigue mundos imaginarios que incitan a la experimentación formal.
Con esta breve caracterización del teatro moderno nos colocamos frente a la afirmación del conocimiento que supone una de las razones de ser de la modernidad. El arranque del teatro moderno combate las mistificaciones del teatro burgués ofreciendo la realidad, lo que es verdadero en el acontecer del mundo, pero este desvelamiento de la verdad no es ni absoluto ni, por tanto, definitivo, puesto que el conocimiento de lo que acontece en el mundo, por sí solo, no alcanza a incorporar en su seno todas las facetas de la vida. En la vida, la cosa no solamente es, sino que también significa, y una afirmación ulterior del conocimiento también ha de reflejar las implicaciones simbólicas de las cosas que son, que acontecen, en una sociedad comprensible como mundo vivido. Como los mundos existenciales presuponen sujetos de experiencia, del conocimiento de las cosas no puede desligarse la subjetividad de los seres humanos que las experimentan. En su empeño por conocer, el teatro moderno va desplegando capas para dar cuenta de la naturaleza del hombre, el mundo y la vida.
Ahora bien, el tipo de conocimiento que ofrecería el teatro tiene las servidumbres propias del género: es un conocimiento mediado por una variedad específica de arte que se ha venido asentando a lo largo del tiempo a través de un conjunto de convenciones. El teatro moderno desafía esas convenciones en lo que tienen de limitación para reflejar y trasmitir contenidos de la realidad. La limitación más evidente se refiere a los temas convencionalmente asumidos como propios o aptos para el espectáculo teatral, que el naturalismo pone en cuestión, pero a medida que este desafío amplía los aspectos de la realidad que los dramaturgos modernos quieren iluminar con su arte, también las formas del espectáculo son cuestionadas. Libre de obligaciones, el interrogante que queda sobre la mesa se refiere al teatro mismo, a su sentido y esencia como agente mediador, y también sus posibilidades. Surge entonces la pregunta que vimos en relación con la danza: ¿Qué es el teatro?, ¿cuáles sus fronteras?, ¿en qué radica su naturaleza como medio de representación y expresión? Es una pregunta casi inevitable porque cualquier método de conocimiento acaba generando su propia epistemología como fuente de validación.
Presidida por este interrogante sobre la naturaleza del teatro, y a medida que se consuma la experimentación de preguerra, una nueva ola de indagación moderna cubre la segunda mitad del siglo XX. Ahora, el desafío no se centra en las convenciones dramáticas y cómo el teatro puede superarlas, sino en los condicionantes del género y cómo trascenderlos; no se centra ya en las relaciones entre teatro y realidad, sino en la relación del espectáculo con el público y en la manera en que la ilusión espectacular afecta al propósito creativo. El teatro de Buero Vallejo pertenece a esta nueva ola en que dicotomías como realismo-simbolismo u objetivo-subjetivo, quedan subordinadas a las incógnitas que plantea la dialéctica entre el artefacto dramático y su recepción como espectáculo.
El condicionante por excelencia del teatro –y también del cine- como artefacto espectacular es la separación entre lo representado y el público. Es un condicionante espacial que se entiende como una divisoria que impediría el salto al que la evolución del teatro moderno se había visto abocada: conseguir que el espectador abandone su posición contemplativa frente a una obra de arte y sea de tal modo partícipe que no pueda evitar que el espectáculo deje en él una impronta. Se trata, por tanto, no sólo de presentar al público el abanico multifacético de la realidad, sino de asegurar que se produzca una implicación con lo expuesto. El cine, nueva técnica que genera una extrañeza inicial, se encuentra con el reto de superar lo que Burch llama “distancia primitiva” para que se produzca una “suspensión de la incredulidad” que haga posible que el espectador asuma la fantasía cinematográfica, dado que la pantalla funciona como una “barrera invisible que mantiene al espectador en un estado de exterioridad” (Burch, 206). En el teatro, esa exterioridad queda establecida por la cuarta pared y, en ambos casos, se plantea la necesidad de una integración en el universo de lo representado, hasta convertirlo en una experiencia personal. Aunque superar la separación no siempre tiene como objeto una mayor implicación experiencial en el espectáculo –puede también buscarse una implicación intelectual-, los desarrollos en esta dirección, que parten de Artaud y el teatro de la crueldad, pasan por el teatro pánico, y llegan hasta el Living Theater, suponen o bien la representación de escenas de tal crudeza que no puedan dejar indiferentes a nadie, o bien una interacción física con el público que, en los casos más extremos, alcanza ofensas, provocaciones y otras maneras de violentarlo (por ejemplo, lanzándole salivazos). Como se puede suponer, estas últimas fórmulas han acabado resultando muy cuestionadas porque, en el camino, pierden de vista su última razón de ser: en ellas, la participación del público no rompe verdaderamente la separación, sino que puede llegar a acentuarla en la medida en que la violencia física o perceptiva que se ejerce dispara el reflejo condicionado de defensa y huida, esto es, de rechazo en vez de integración. La participación física trastoca la disposición espacial o cruza la cuarta pared, pero no anula el espacio como condicionante, porque la incorporación del público a la historia, ese encuentro íntimo con la subjetividad del espectador, requiere necesariamente de caminos más sutiles, pues nos encontramos frente a un problema tan esencial y profundo que posee bases ontológicas y hunde su raíces en una de las dualidades más controvertidas del pensamiento occidental: la relación entre sujeto y objeto, o entre observador y observado.
Si, como hemos señalado, en Historia de una escalera, su primera obra estrenada, Buero Vallejo incorporaba los fundamentos de realismo, simbolismo y experimentación propios de la primera oleada del movimiento moderno, en la segunda, En la ardiente oscuridad, sale al encuentro de las demandas de la indagación moderna de postguerra, afrontando el reto de trascender la separación del espectador para que participe de la historia. El recurso que utiliza es un apagón en el tercer acto: mientras Ignacio le expresa a Carlos su desgarrador deseo de ver, la luz de la sala va progresivamente disminuyendo hasta que ésta queda completamente a oscuras. El espectador, que sigue a Ignacio en un parlamento centrado en la descripción de sensaciones, es llevado a los abismos de la oscuridad para, cuando la luz retorna suavemente, recuperar la bendición de la vista. Por unos momentos, la experiencia de la ceguera, común a los personajes, se convierte también en su propia experiencia, y queda sumido en ese mundo de voces a oscuras que es el mundo de los ciegos. Nos encontramos con una identificación sensorial que invita a una identificación existencial y trueca el esquema espectador-espectáculo: el espectador deja de estar separado de lo que ve porque, como los protagonistas, también ha perdido la vista.
Esta identificación, en cuanto sensorial, es tanto física como psíquica, y en esta última medida, resulta una forma de participación más profunda porque, aunque la divisoria espacial no desaparezca, queda reducida a lo irrelevante. A los recursos en que se apoya esta participación -más sutiles pero por ello superiores, puesto que esa misma sutileza reduce las posibilidades de rechazo-, los denominó Ricardo Domenech efectos de inmersión, contraponiéndolos a los efectos de distanciamiento brechtianos. No obstante, por mucho que los efectos de inmersión buerianos y los de distanciamiento brechtianos parezcan antitéticos, en lo profundo se encuentran en el mismo plano. También Brecht pretendía vencer la separación entre espectador y puesta en escena, interpelando al público desde el escenario y haciéndole ver que se encontraba ante una representación. Considerando la distancia temporal en la producción de ambos autores, lo que les distingue no es tanto el sentido de su propósito, como un factor evolutivo. Si la primera ruptura del teatro moderno es el realismo y, después, este se abre al simbolismo, nos encontraríamos con que, en esta segunda ola de la modernidad relacionada con los condicionamientos en vez de con las convenciones, se produciría la misma secuencia. El teatro de Brecht se considera no realista y eso es cierto en la medida en que no respeta el principio de realidad que el naturalismo otorga a la representación y desvela la paradoja de que se tome por lo real algo que no es sino una ficción. Pero, desde el lado de los condicionamientos y la manera de superarlos, la posición relativa de Brecht es realista puesto que la forma en que rompe la cuarta pared es haciendo ver al público lo que la representación tiene de ilusión, de modo que tome conciencia de que ante lo que realmente se encuentra es frente a una construcción tan intelectual como intencional. El teatro de Buero, sin embargo, equivaldría a los desarrollos simbólicos posteriores al realismo de los primeros tiempos, que culminan en la incorporación de elementos subjetivos y psicológicos. Su manera de superar el condicionante espacial tendría esos matices: no hay separación entre espectador y personaje porque ambos comparten una misma experiencia sensorial o un mismo contenido de conciencia. De todos modos, y puesto que Buero también incluye el distanciamiento en su producción, tanto si tomamos como referencia a Artaud, como si la referencia es Brecht, habría que considerar que, combinando distancia e inmersión, la obra de Buero Vallejo apunta hacia una síntesis superadora (De Paco). Teniendo en cuenta el influjo de Artaud sobre el teatro del absurdo, coincidiríamos con el análisis de Victor Fuentes por el que la experimentación formal de Buero recoge o anticipa las corrientes dominantes del teatro moderno europeo y norteamericano, en busca de un “teatro integral” que aúne a “Brecht con Beckett” (Fuentes, xvii y ss.).
Respecto a la relevancia de estos efectos en la historia del teatro actual, Dixon señala: “A major concern in the discussion of dramatic mimesis this century has been to determine to what extent and to what purpose, by what means and in what respects (…) the spectator should be involved in an imitated action. To that discussion, Antonio Buero Vallejo (…) has made an original and practical contribution which deserves to be far more generally known” (Dixon, 159). Iglesias Feijoo añade que instauran “una participación tan profunda que cada espectador es transitoriamente despojado de su personalidad para ser investido de otra” (Iglesias Feijoo, 519), y Domenech que “constituyen, desde luego, la aportación técnica –artística más original del teatro de Buero, y una de las más originales de todo el teatro español del siglo XX” (Domenech, 60). Finalmente, Mary Rice subraya que fueron “algo completamente nuevo en el teatro europeo de los años 50” y suponen “la mayor contribución de Buero Vallejo al teatro moderno” (Rice, 16 y 101).
Como es sabido, estos efectos no se quedaron en el apagón de En la ardiente oscuridad, sino que van evolucionando tanto en su concepción, como al aplicar a su factura los avances técnicos en materia audiovisual. La apertura hacia lo audiovisual, cuya culminación se alcanza en El sueño de la razón, hace que Marion P. Holt llegue a hablar de “teatro total”, “drama multimedia” y “teatro de imágenes”, para destacar de nuevo la naturaleza innovadora de la dramaturgia bueriana: “He has merged the plastic and the tonal to a degree unapproached by any contemporary, employing painting, music, and movement as coequals with dialogue to further the dramatic action rather than as mere scenic enhancers” (Holt, xx). Sin embargo, es el desarrollo del concepto lo que hace de los efectos de inmersión un logro capaz de subvertir la estructura dramática: tanto en La Fundación, como en La detonación, son tan inherentes a la historia que se convierten en sustancia argumental, definiendo un modelo de relato cuya influencia es rastreable en otras artes.
En La Fundación y La detonación ya no asistimos a un efecto, propiamente dicho, que nos haría participar de la vivencia del personaje, como, por ejemplo, sucede con la sordera, las alucinaciones auditivas, o las pesadillas de Goya en El sueño de la razón. En esta última obra, en la que cada vez que Goya se halla en escena o bien, como él, no oímos nada, o bien sólo oímos lo que su mente genera, existe un plano externo que sustenta objetivamente la trama y al que volvemos cuando Goya no está presente, y de ahí que se pueda hablar de efecto, puesto que entramos y salimos de la objetividad a la subjetividad, y viceversa. Pero en La Fundación y La detonación esta referencia objetiva desaparece inicialmente y la historia al completo sucede en un plano subjetivo. Tomás, el protagonista de La Fundación, es un alucinado que vive en el delirio que su mente ha creado para soportar el sentimiento de culpa, pero al espectador no se le da ninguna clave que le permita identificar ese estado, dejándole confinado en la realidad paralela de la locura. El público sólo va descubriendo la verdad al paso en que Tomás lo hace según avanza la obra, hasta que, tras la curación definitiva de éste, la Fundación se revela como una cárcel. El camino hacia el descubrimiento de una verdad es una técnica narrativa que juega con la intriga, la conjetura, y la sorpresa, y en los relatos de misterio, proporciona una pauta estructural que determina el género y define la trama. En La Fundación, esa pauta estructural, esa trama, es el efecto de inmersión mismo, que nos guía en el paso de la mentira de la Fundación a la verdad de la cárcel.
En La detonación, la inmersión sería prácticamente absoluta porque, salvo por la escena final aclaratoria, todo el drama no representa más que las fantasmagorías que se suceden en la mente de Larra durante el instante desde que recibe el impacto de la bala, hasta que su cerebro deja de funcionar. Como en estas dos obras la inmersión es estructural, trasciende su condición de efecto y resultaría más propio hablar de un tipo de forma narrativa a la que denominaríamos relato en inmersión. El concepto de “relato” es muy afín a los estudios de semiótica cinematográfica, precisamente porque en la sucesión de imágenes y sonidos de una película, la narración queda escondida pero sin embargo existe, y para desentrañar cómo se construye –y consecuentemente, poder analizar la semiótica cinematográfica- preguntas como ¿quién narra la historia?, ¿quién habla?, o ¿cómo se realiza la transición del relato escrito a la narración audiovisual?, resultan pertinentes (Gaudreault y Jost). De ahí que elijamos este término, porque esos efectos buerianos convertidos en relato en inmersión han saltado al cine de manera tan profusa que podemos hablar de un canon narrativo al que los directores y guionistas acuden como modelo, como una forma entre otras posibles de contar una historia.
La entrada del relato en inmersión bueriano en el cine de hoy no sería casual, sino, hasta donde podemos conocer, producto de una influencia rastreable desde la plausibilidad con que se determinan antecedentes y préstamos de autoría en las artes. La película que lo difunde como ejemplo para otros muchos títulos es El sexto sentido (The Sixth Sense, M. Night Shyamalan, 1999). No se necesitan demasiados argumentos para comprender que la estructura de El sexto sentido es equivalente a la que articula La Fundación (1974) y que ambos títulos se construyen sobre un efecto de inmersión que permeabiliza toda la historia. El sexto sentido nos cuenta la relación entre el psicólogo infantil Malcom Crowe y el niño Cole Sear, ocho meses después de que el primero recibiera un balazo de uno de sus ex pacientes, Vincent, ya adulto, que acto seguido se quita la vida. El niño Cole parece sufrir problemas emocionales y de adaptación tras el divorcio de sus padres pero, en realidad, se encuentra aterrorizado porque sus poderes paranormales le hacen ver y hablar con los muertos. El doctor Crowe lo atiende porque le recuerda a Vincent, que, antes de dispararle y en plena crisis nerviosa, le acusa de no haberle ayudado como prometió, y siente que puede reparar su error de entonces tratando con éxito a Cole. No es hasta el final que se nos revela que Malcolm Crowe no es otra cosa que uno de los fantasmas que ve Cole, que de resultas del balazo recibido había muerto, y que su resistencia a abandonar el mundo de los vivos, y como tantos otros espíritus desconocer que estaba realmente muerto, era porque le quedaba algo que hacer aquí: precisamente, ayudar a Cole.
Atendiendo a los estudios de narratología cinematográfica, diríamos que si, en el cine, la narración se mueve entre lo que el personaje sabe y lo que el espectador sabe, y de ahí se derivan técnicas como la del suspense, este efecto convertido en relato añadiría a la identificación de experiencias sensoriales entre personaje y espectador, que este último sólo sepa lo que el personaje sabe, sin que existan informaciones añadidas que le alejen de esa identificación. Tras El sexto sentido, otras muchas películas se han contado en inmersión, y eso es lo que nos permite hablar de un canon. Por orden cronológico, y sin afán de exhaustividad, podríamos comenzar con la propia Matrix (The Matrix, Lana y Lilly Wachowski, 1999), donde la realidad virtual de Matrix no se desvela hasta la famosa escena de la elección entre la píldora roja y la píldora azul. En la misma línea se encuentra Nivel 13 (The Thirteenth Floor, Josef Rusnak, 1999), en el que una máquina de realidad virtual permite a sus diseñadores experimentar vidas paralelas en un matrix que reproduce la ciudad de Los Ángeles en 1937. También podemos citar la archiconocida Una mente maravillosa (A Beautiful Mind, Ron Howard, 2001), en la que las alucinaciones del matemático John Nash no se nos descubren como tales hasta bien entrada la historia. La ventana secreta (Secret Window, David Koepp, 2004) nos cuenta las peripecias entre el escritor Mort Rainey y el asesino Shooter, que se presenta acusando al primero de plagio, e inicia un acoso cuya verdadera naturaleza no se manifiesta hasta que Rainey toma conciencia de que Shooter es él mismo, pues sufre un trastorno de identidad disociativa. En Shutter Island (Martin Scorsese, 2010), el agente judicial Teddy Daniels y su compañero Chuck Aule llegan al hospital penitenciario de Ashecliffe para convictos dementes en la isla Shutter, al objeto de investigar la desaparición de una de las internas, y no será hasta los últimos minutos de la película cuando sepamos que el verdadero nombre de Daniels es Andrew Laeddis, su compañero Chuck es el doctor Sheenan, y todo lo sucedido no es sino el delirio paranoico del primero que los doctores Sheenan y Cawley le habían permitido representar en libertad relativa como un enorme psicodrama y último recurso terapéutico antes de optar por una lobotomía que anulara sus impulsos violentos. En Origen (Inception, Christopher Nolan, 2010), la inmersión se explicita en la segunda escena -donde ya se habla de entrar en el subconsciente para obtener información o inducir comportamientos- pero ese hacer explícito es casi una necesidad argumental sin la que resultaría difícilmente comprensible el esquema de muñecas rusas de la película (un sueño dentro de otro sueño, dentro de otro sueño) porque este título lleva el recurso hasta el virtuosismo creando inmersiones dentro de inmersiones. Por último, en Detrás de las paredes (Dream House, Jim Sheridan, 2011), Will Atenton, alto ejecutivo de una editorial, deja la empresa para mudarse con su mujer y sus hijas a una casa de las afueras y escribir una novela, pero la editorial no es sino el psiquiátrico del que recibe el alta tras cinco años de tratamiento, en vista de la falta de pruebas contra él por el asesinato de su familia: su verdadero nombre es Peter Ward y cuando sale de su delirio, se afana por descubrir si fue o no, el auténtico asesino.
Sin embargo, el origen de este amplio recorrido del cine americano por los caminos de la inmersión habría que buscarlo en un director español: Alejandro Amenábar. Un par de años después del estreno de El sexto sentido, Amenábar estrena Los otros (2001), que se lleva la mayoría de los premios Goya de esa temporada. En Los otros se nos cuenta la historia de Grace, que, después de la segunda guerra mundial, vive enclaustrada junto con sus hijos y sus sirvientes en un caserón de la isla de Jersey donde empiezan a manifestarse fenómenos de casa encantada. Al final de la película, descubrimos que todas esas manifestaciones no están provocadas por muertos, sino por los nuevos ocupantes de la casa, que tienen que llamar a una médium para que las verdaderas presencias fantasmales la abandonen, y que esas presencias no son sino Grace, sus hijos y los criados, ya muertos. Como en El sexto sentido, la protagonista (y nosotros con ella) descubre su verdadera condición de golpe, y el significado de la historia se invierte: quienes creíamos fantasmas eran seres reales y los que teníamos por reales no eran sino espíritus, con lo que nuestra identificación ha resultado absoluta. Por tratarse de una historia de apariciones fantasmales, y utilizar una misma estructura narrativa en la que nuestro punto de vista es la del espíritu desencarnado -al que se nos presenta como realmente (subjetivamente) vivo-, no faltaron voces insinuando que Los otros había plagiado a El sexto sentido. Amenábar se justificó señalando que no conocía esta película cuando escribió su guión, pero podía haber presentado un argumento más poderoso y totalmente legítimo que hubiera dejado la carga de la prueba del lado de Night Shyamalan, pues, antes de Los otros, ya había filmado una película estructurada como relato en inmersión. En 1997, Amenábar estrena uno de sus títulos más conocidos: Abre los ojos (de la que el cine americano hace un remake en 2001, dirigido por Cameron Crowe y titulado Vanilla Sky), que sucede dentro de un sueño criogénico cuya existencia no se nos revela hasta el final, de manera que soñamos con el protagonista una historia construida por su mente.
Dado que Abre los ojos recibió premios en los festivales de Tokio y Berlín de 1998, bien pudo haber sido Amenábar quien influyese en el guión de Night Shyamalan, y no al contrario. Esto no quiere decir obligatoriamente que El sexto sentido se inspirara en Abre los ojos, ni siquiera que Night Shyamalan llegara a verla, pero es muy plausible que tuviera algún tipo de conocimiento sobre la película. De no ser así, primaría en todo caso el criterio cronológico: si resulta ser Amenábar el primero en utilizar el relato en inmersión como estructura para una narración cinematográfica, todas las producciones posteriores que también lo hicieran, rendirían su autoría a quién inaugura el recurso. Lo mismo puede decirse de Amenábar respecto a Buero Vallejo: al haber nacido en 1972, Amenábar cursa las enseñanzas medias cuando hace muchos años que el teatro de Buero es de lectura obligatoria en las aulas, dándose una alta plausibilidad de que conociera, más o menos profundamente, los efectos de inmersión buerianos. De nuevo, no es necesario que Amenábar tuviera presente La Fundación cuando escribe el guión de Abre los ojos: lo habitual en este tipo de influencias es que actúen como poso olvidado que sirve después de materia prima con que el subconsciente del creador se enfrenta a una obra. Y de nuevo, aunque no existiera conocimiento alguno, se impondría el criterio cronológico.
El tema es más amplio y reclama un análisis pormenorizado, pero también el cine americano fuerza la inmersión llevándola, como en La detonación, hasta el punto de hacer que la película al completo sea un delirio agónico que precede a la muerte (Tránsito / Stay, Marc Forster, 2005), y encontramos efectos relacionados con la ceguera (Los abrazos rotos, Pedro Almodóvar, 2009) o la sordera (Los fantasmas de Goya / Goya’s Ghosts, Milos Forman, 2006, y La huérfana / Orphan, Jaume Collet-Serra, 2009) en los que se utiliza la cámara subjetiva para que experimentemos lo que el personaje experimenta. La conclusión obvia sería que el teatro de Buero Vallejo se adelanta más de veinte años en la forma de construir un relato y aplicar recursos que el cine no descubre y emplea con asiduidad hasta el siglo XXI, que es posible rastrear una conexión plausible que nos permita hablar de una influencia directa, y que lo hace desde un género en que, careciendo de una herramienta de interiorización como la cámara subjetiva, estos recursos de identificación son más difíciles de concebir y articular. En consecuencia, la citada afirmación de Mary Rice habría que ampliarla temporal y culturalmente, desde los años cincuenta del siglo XX hasta hoy, y desde el teatro moderno hasta el cine de la postmodernidad.
Aunque esta impregnación cinematográfica de la inmersión bueriana nos avanza cierto tipo de respuesta, merece la pena que abundemos algo más sobre lo ya dicho acerca del papel que las obras modernas jugarían dentro de la dinámica de postmodernización. Si nos fijamos en los títulos mencionados, comprobaremos que mayoritariamente estamos tratando con películas de género, y esto quiere decir que un recurso narrativo que procede de la experimentación sobre la naturaleza de la disciplina e interroga sobre la naturaleza de la realidad, es reutilizado trivialmente por su eficacia como instrumento para cautivar al espectador. Sin embargo, aunque lo que se pretenda con la inmersión sea dotar de mayor efectismo a películas donde los efectos son consustanciales a los mundos de fantasía, misterio o terror que se proponen, no puede dejar de compartir las preguntas esenciales que aquella inmersión moderna llevaba consigo. La pregunta metafísica y existencial contenida en La Fundación e impuesta al público por la inmersión del relato, no es otra que la de la vida es sueño, y películas como Origen, que tiene como objeto narrativo al sueño mismo, Abre los ojos, que nos presenta un sueño criogénico, o la propia Matrix, que alude al concepto oriental de Maia, aunque dirijan su inmersión hacia la espectacularidad, están, en un segundo plano, trasmitiendo un tipo de inquietud cuyas implicaciones han terminado por hacerse explícitas en los seguidores de, por ejemplo, la saga de este último título (The Matrix, The Matrix Reloaded, The Matrix Revolutions). Como hemos apuntado, la postmodernidad se relaciona dialécticamente con la modernidad y, si bien la cuestiona, también la utiliza como madeja con la que tejer productos culturales de una orientación distinta. De esta manera, la postmodernidad afirmativa se confirmaría como el camino lógico para la pervivencia del saber. La obra postmoderna se afanaría en retomar los fragmentos que ha dejado a su paso la deconstrucción moderna para volver a afirmar algo tras la nada de la modernidad terminal. La postmodernidad se presentaría como una senda de reconstrucción, que redime el relato, bien sea ficcional o académico, y libre de sometimientos, explora niveles de significado, objetos de estudio, y formas de decir, en los que se aprovechan aquellos logros de la modernidad que contribuyen a la restauración emprendida y hacen posible seguir tratando con cuestiones que nos son universales.
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