En nuestra sociedad hay un mito muy arraigado: el del éxito individual. Es la base del sueño americano, de la meritocracia europea, del mito del héroe (y empleo el masculino de Joseph Campbell de manera muy consciente), que se reescribe una y otra vez en innumerables narrativas, desde la literatura al cine o los videojuegos. Y, sin embargo, qué fácil es desmontar la idea de que nuestros logros se gestan en un vacío, sin ayuda o apoyo. Incluso en el famoso viaje del héroe se hace indispensable la figura del mentor: Indiana Jones aprendió de sus profesores de arqueología, Luke Skywalker tuvo maestros Jedi, Frodo fue dirigido por Gandalf. Los ejemplos son innumerables.
Por eso, ante cualquier hito académico o profesional, para mí lo honesto es compartir el mérito con la familia y toda una serie de docentes que hicieron posible que hoy tenga el inmenso privilegio de poder dedicarme a enseñar e investigar la literatura en lengua inglesa. No solo eso, sino también que pueda ejercer mi profesión con un cierto grado de competencia y reconocimiento por parte de mi alumnado o de mis colegas.
Dice un proverbio popular que hace falta un pueblo entero para educar a un niño o una niña. Y creo que es cierto: somos en buena parte fruto de nuestro entorno familiar y del acceso a la educación formal. Por eso es fundamental que dicha educación esté disponible para esas personas que, como yo, dependían del sistema público para conseguirla.
Si no es accesible, la formación no es realmente democrática
Imparto un curso sobre literatura infantil, y uno de los libros que más me gusta es Matilda, de Roald Dahl. Me parece una preciosa ilustración de la importancia de un hogar donde se estimule la lectura y los progenitores estén interesados en el progreso de sus vástagos. Al contrario de lo que pasa con la heroína de Dahl, yo he crecido en un hogar donde, aunque no hubiera mucho, sí abundaban los libros y las ganas de aprovechar todas las oportunidades que nos brindaba el sistema público para aprender: exposiciones, conciertos, excursiones escolares, formación en la escuela de música, etc. Incluso con el esfuerzo económico que suponían algunas de estas actividades, no hubiera tenido acceso a ellas si hubieran sido iniciativas privadas, al alcance de unos pocos privilegiados.
En ese sentido, sí hay algo que comparto con Matilda: el temprano amor por la biblioteca pública. He pasado tardes enteras en la sala de lectura infantil y juvenil devorando estantería tras estantería, para pasar luego a la sección para adultos. ¿Cuántas personas con vocación lectora se han formado en esas salas donde la cultura es gratuita y, por tanto, realmente democrática? ¿Cuántas personas han encontrado en sus espacios manuales para sus estudios o incluso acceso al vasto repositorio de Internet? Y lo mismo puede decirse de las bibliotecas escolares. Cuando las bibliotecas se financian de forma deficiente o se cierran, una gran parte de la población pierde una puerta al conocimiento. Yo lo hubiera hecho.
La educación pública: donde la auténtica heroicidad reside
Matilda y yo tenemos en común algo más: el positivo impacto que el personal docente ha tenido sobre nuestra formación. Miss Honey reconoce las necesidades y las posibilidades de la niña, y pone a su alcance los recursos necesarios, así como una orientación más personalizada. Sin embargo, lo hace en un entorno ideal: con unos objetivos muy asequibles (aprender una tabla de multiplicar a la semana), sin llevarse tarea a casa, y con poco alumnado que además la respeta y admira. Yo he experimentado lo mismo por parte de un personal docente sobrecargado de estudiantes, sujeto a programaciones poco realistas y tareas burocráticas, al que he visto denostado por padres e incluso por los mismos representantes que debían velar por su bienestar y reconocimiento. Eso es heroicidad y no lo de los ejemplos antes mencionados.
Recuerdo una asignatura de literatura española en primero de carrera donde el profesor me dijo que en mi instituto podían estar orgullosos de mí: esa matrícula de honor demostraba un trabajo y entusiasmo que había sido bien alimentado y encauzado. Es cierto: mis docentes habían sabido ver mi potencial y convertir mi afición en mi profesión, al tiempo que, junto a mis progenitores, me inculcaban con su ejemplo el valor del esfuerzo y la profesionalidad incluso en las situaciones más adversas. Eso no quiere decir que me lo pusieran fácil: me retaron a estudiar más, me plantearon preguntas difíciles, y así me hicieron más capaz, una verdad que en ocasiones se obvia en una cultura del mínimo esfuerzo. Asimismo, me dieron la oportunidad de desarrollar otras capacidades a través de actividades extraescolares que se hacían gracias a su iniciativa y a mayores de sus otras tareas. También me demostraron que todo conocimiento es valioso, y que merece la pena ir más allá de nuestra área de confort, que una estudiante de literatura puede encontrar el funcionamiento del universo fascinante y que siempre hay que estar receptivos a aprender de otras personas y campos.
Como buena estudiosa de la narrativa del héroe o la heroína, he intentado emular todas estas buenas prácticas de mis mentores y mentoras en mi propio camino docente.
Conclusión
Si algo he aprendido de mi experiencia es la necesidad de defender y consolidar la red pública que da acceso a las herramientas esenciales para que personas como yo podamos ver cumplida nuestra vocación.
A nivel personal, ahora soy docente en una institución pública y me alegra poder devolver parte de todo lo que he recibido. Ha sido un camino difícil, lleno de obstáculos y exigencias que incluso asombran a colegas de instituciones extranjeras, pero que aún así me ha reportado muchas satisfacciones. Cuando entro en el aula y puedo retar a mis estudiantes a desarrollar un pensamiento crítico en torno a cualquier forma de discurso, me reafirmo en que, a pesar de todo, no hay una profesión que merezca tanto la pena. O que necesitemos tanto.
La autora con el volumen que recibió el premio nacional “Enrique García Díez” de investigación en literatura en lengua inglesa (edición 2021)
Porque mis logros no serían posibles sin la labor de este poblado, desarrollado muchas veces con poco apoyo, o cuando las aulas desbordantes o la carga de trabajo hubiera hecho fácil vernos como una masa y no como individuos. Por eso, desde estas líneas quiero transmitir a progenitores y docentes mi admiración, mi agradecimiento y mi ánimo. Y recordar a las instituciones públicas que cuiden a su personal: es el más valioso recurso que tenemos como sociedad.
(Foto encabezado: Recibiendo el premio extraordinario de doctorado de manos del Rector de la Universidad de Salamanca)